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Juan Manuel Arias Obando, IV Formando Pastores al Estilo de Jesús, Arquidiócesis de San José.

Estar a pocos meses de culminar el proceso de formación sacerdotal inicial en el seminario genera en el corazón de uno no pocos sentimientos, emociones, algunas dudas propias del momento. Sin embargo, lo que brota con mayor fuerza es la gratitud.

Nací en el seno de una familia compuesta 6 personas, de la cual soy el hermano menor. Esto es curioso, pues ha marcado mi proceso vocacional. Cuando realicé el proceso de encuentros vocacionales (año antes de entrar al seminario), yo era el menor de ese grupo; luego, entramos al seminario y me convertí en el seminarista diocesano más joven en ese año. Actualmente sigo siendo el seminarista más joven del último año de la formación. Es interesante pues algunas personas tienen pocas expectativas de las personas que entramos jóvenes al seminario, ¿por qué?, algunos dicen que tenemos poca experiencia de vida, o que “nos falta calle”. Acá, considero, no es cuestión de si hemos hecho mucho o no, sino de si hemos tenido un encuentro con la persona de Jesús o no. Este es el criterio más fuerte, que implica a los más jóvenes y a quienes van dejando de lado la juventud.

Encontrarse con Él, hacer lo posible por seguirle, tener la rebeldía normal de un adolescente, querer confrontar lo que otros dicen, incluso hasta el orgullo se ha asomado, ha sido parte de este proceso de conversión personal que he vivido en el seminario. Con esto no digo que sea “la santa paloma” pues a veces el hombre viejo quiere resucitar; sin embargo, es un esfuerzo de todos los días. Al fin y al cabo, a lo que todos estamos llamados es a ser santos como Dios es santo, y si Él nos pide serlo, es porque podemos serlo (claro, ayudados por Él).

Estos años viviendo en el seminario, visitando parroquias y otras realidades me han ayudado a madurar no solo como persona sino como cristiano. Ver que en el mundo no solo hay enfermos o necesitados y ya, sino que hay “Cristos” que están en los hogares de ancianos, otros están en los hospitales, “Cristos” que nos piden una galleta, “Cristos” que nos buscan para que los escuchemos. Ese pequeño cambio, de ver no solo a una persona, sino a una historia y a un Cristo en el otro, es lo que hace ir madurando…dejamos de ser parte de una ONG muy bonita, a ser consciente aquello de lo cual formo parte: el cuerpo místico de Cristo, es decir, de la Iglesia.

“Me amó hasta el extremo”. En esto se resumen no solo los 8 años de seminario, sino también los 26 años de vida. Ver hacia atrás, y contemplar que estuvo presente el Señor de formas misteriosas a lo largo de mi vida, y sobre todo descubrir esa “presencia silenciosa” que iba caminando, riendo, sufriendo, dándome el alimento que necesitaba y mostrando los detalles necesarios para decirme: “Aquí estoy”. Este es el Cristo que me llamó de chiquillo, que le conocí de monaguillo y en pastoral juvenil, que me llamó para que estos 8 años estuviera con Él de forma más cercana, quien me habla en la Escritura y en el mundo. A este es al que quiero servir en los hermanos.

¿Ha valido la pena? Sinceramente no. Ha valido la vida misma.

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