Publicado
Maykol José Leiva López 
Seminarista de IV Formando Pastores al Estilo de Jesús.

Desde hace algunos años, específicamente desde el Concilio Vaticano II (1962-1965), la liturgia en la Iglesia se renovó para dar paso a una participación más activa, consciente y fructuosa de cada uno de los que participamos en cualquier celebración litúrgica (Cfr. Sacrosanctum Concilium 11), de esto no escapó la Celebración Eucarística, que se vio enriquecida de una forma particular.  

Estos cambios, drásticos para su tiempo, pero ineludibles para afrontar el nuevo milenio que se acercaba, hicieron volver a reconsiderar la necesidad de una conciencia mucho más profunda en los fieles del misterio que comprende la participación en el sacramento de la Eucaristía como fuente y culmen de la vida cristiana (Cfr. Lumen Gentium 11). 

De esta manera, la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo o Corpus Christi como lo conocemos popularmente, aunque data del siglo XIII, hoy nos viene a recordar que estamos estrechamente ligados a Dios gracias a que su presencia sacramental continúa ofreciéndose a nosotros por medio del sacrificio eucarístico. 

Así las cosas, entendemos claramente que la Eucaristía es fuente en cuanto a que toda la vida sacramental y apostólica de la Iglesia está unida a ella, convirtiéndose, por ende, para nosotros en una fuente de gracia que, como en una onda expansiva invade los aspectos no solo de la vida de la Iglesia, sino también nuestra propia historia de salvación, fortaleciéndola con el Alimento Celestial. Su fuerza nos envía en la misión para que otros también puedan beber de esa fuente de gracia inagotable. 

En esa misma consonancia, afirmamos también que la Eucaristía es culmen de nuestra vida de creyentes pues en ella encontramos “la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo” (Eucharisticum mysterium, 6). Gracias a esa acción sacramental por la cual las especies del pan y del vino se convierten en presencia real del cuerpo y la sangre del Señor, hallamos el alimento perfecto que santifica nuestra vida y la vincula de una forma particular a la entrega de Cristo, haciéndonos partícipes desde ya de los misterios celestiales de los cuales anhelamos participar algún día en el Reino de los Cielos. 

Por eso, disfrutemos de esta solemnidad que nos sumerge en el misterio de un Dios que ha querido quedarse con nosotros en las humildes especies del pan y del vino. Contemplemos su grandeza que se manifiesta en su presencia real en el santísimo sacramento del altar y dejémonos alcanzar por esa fuente inagotable de gracia que colma nuestra vida y nos lleva a palpar por un momento en esta tierra, los cielos nuevos y la tierra nueva que anhelamos llegar a obtener. 

Vivamos con entusiasmo esta celebración que desde hace un par de años no tenemos como tradicionalmente la conocemos y expresemos todo nuestro fervor a nuestro Señor que ha querido, en su infinito amor, permanecer en las especies consagradas. 

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