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José María Ramírez Solano
Seminarista de II de Formando Discípulos Misioneros de Cristo.

Desde mi juventud y en el inicio de mi proceso me ha costado experimentar una espiritualidad basada en la gratuidad del amor de Dios. Incluso hoy, con frecuencia, tiendo a vivir una relación abstracta y meramente académica en mi relación con la persona de Cristo. Precisamente esto, es lo que se experimenta en la mayoría de los grupos de nuestras parroquias; una preocupación por realizar exposiciones doctrinales y magistrales, pero, dejando de lado la oportunidad de contemplar el misterio de la presencia y acción de Dios en nuestras propias vidas. 

Precisamente, a la luz del misterio Trinitario, la Iglesia encuentra la referencia de su accionar. Tan solo iniciar, la primer constitución del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, recuerda que la Iglesia debe estar presente en el mundo como un sacramento de salvación, de íntima unidad con Dios y de la unidad de todo el género humano. Es decir, lo que es la Trinidad debe ser la Iglesia. 

Con alegría, puedo decir que mi vocación nace de la experiencia comunitaria. Aún recuerdo al niño de 7 años que empezó a ser monaguillo y se sintió acogido, miembro de una gran familia y que experimentó el abrazo del amor de Dios en medio de la vivencia comunitaria de la fe. Y, esto es precisamente lo que este domingo nos anuncia: Dios es amor, nos ama y nos hace partícipes de su amor. Ese es el designio de su voluntad, que vivamos eternamente a su lado. 

Me ha encantado una imagen que presenta Raniero Cantalamessa, ahora cardenal, en uno de sus libros: “¡Tenemos su corazón!… existe dentro de la Trinidad un corazón humano que palpita; … es un corazón traspasado, pero vivo; eternamente traspasado, porque vive eternamente”. Nuestra historia personal, con sus dificultades, dolores y sufrimientos, no es ajena para Dios. En la Cruz, Dios la ha hecho suya y nos manifestó la magnitud de su amor, que como un misterio nos desborda. Dios, en la Cruz, nos ha dado una identidad, un nombre, una dignidad y, al ascender al cielo, no nos ha dejado solos, en su corazón y en sus llagas nos ha llevado junto con él, transformando, así, nuestra vida en una historia de salvación. 

El corazón de Cristo, en medio de la Trinidad, palpita en nosotros. Somos capaces de Dios y de amar. Y esto, se manifiesta cuando entramos en contacto con la persona viva de Jesús. ¿Dónde? En la Iglesia, en la comunidad de discípulos, en la familia donde convergen miles de historias de salvación, a partir de las cuales, damos testimonio de que Dios existe. Este es el conocimiento de Dios: reconocer y contemplar en mis heridas las maravillas que Dios ha hecho. Este debe ser el primer objetivo de nuestros procesos de evangelización y catequesis: invitar a reconocer a los hombres en sus vidas, historias de salvación, llevándolos a un encuentro personal con Jesucristo, convirtiéndolos en discípulos suyos, mediante un encuentro de personas que inician una amistad y familiaridad destinada, no solo a durar una vida, sino una eternidad. 

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