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Daniel Ulate Conejo, diócesis de Ciudad Quesada, IV de Formando Pastores al Estilo de Jesús.

Al leer el título de este artículo el autor podría sentir algo de confusión, he querido titularlo precisamente de esa forma sugestiva para llamar la atención sobre uno de los elementos fundamentales en la teología patrística oriental al tratar tema de la gracia: “la divinización del hombre”. En estos tiempos navideños, celebramos con alegría la maravillosa obra de Dios por la cual ha asumido nuestra naturaleza humana en todas sus realidades, excepto en el pecado (cf. Heb 4,15). Y es que ¿cómo no alegrarnos en lo más profundo de nuestro ser de frente a semejante misterio de la misericordia divina? Pero quiero poner el acento no tanto en este movimiento a través del cual Dios asume la naturaleza humana, sino más bien en los efectos que dicha gesta nos ha traído como inevitable y dichosa consecuencia.

En la teología de la salvación de los padres griegos no se ignora la justificación del pecador mediante el sacrifico de la Cruz, el cual está más que patente en las Sagradas Escrituras por san Pablo. Los padres griegos no tienen problema con ello. Sin embargo, dan un especial énfasis en la encarnación y los efectos que tuvo este acontecimiento en la redención del género humano dentro de toda la obra realizada por Cristo. Para referirnos a uno de estos “efectos” que ha traído la encarnación del Verbo eterno, se usa la palabra “divinización”, es decir, que gracias a la Encarnación el hombre llega a ser por gracia de Dios lo que las personas de la Trinidad lo son por naturaleza[1]. En otras palabras, para salvarnos, Dios nos ha hecho entrar en una relación íntima con Cristo, al punto que participamos de su propio ser y gracias a ello es que se nos abre el acceso a una comunión vital trinitaria. Esta comunión con el ser de Cristo se realiza de una forma realmente sorprendente, recordemos que entre la naturaleza humana y la divina hay una distancia (por decirlo de alguna forma) insalvable, al menos para nosotros. Acá está lo magnifico, para participar del ser de Dios ha sido Dios mismo quien ha querido participar de nuestra naturaleza humana, esto quiere decir que el vínculo redentor que nos une con la Trinidad de una manera sumamente íntima es nuestra misma naturaleza.

San Ireneo de Lyon hace una relación hermosa de esta teología de la divinización del hombre con Génesis 1,26 donde se dice que Dios nos ha creado a su imagen y semejanza suya. Sugiere el santo que gracias a la Encarnación es que se lleva a cabo de manera perfecta este designio primordial, porque cuando Cristo asume nuestra humanidad, nos hace realmente seres a imagen de Dios, de  Dios en la segunda persona de la Trinidad.

¿Y qué con esto? Podríamos preguntar. Para responder se podría decir mucho, me conformo con mencionar que nos abre un panorama antropológico muy especial. Los hombres no debemos aspirar, en nuestro genuino deseo por alcanza una auténtica unión con Dios, a renunciar a aquellos elementos que nos hacen auténticamente humanos (deshumanizarnos), sino que nuestra naturaleza se ha convertido en un lugar teológico, espacio privilegiado de encuentro con Dios. En la encarnación no solo el Verbo se ha hecho carne, sino que gracias a ello ha surgido un intercambio que nos hace partícipes de la vida divina. Con esto claro, comprendemos aún mejor la apuesta que ha hecho y sigue haciendo la Iglesia por el valor ineludible de la persona humana, su dignidad y grandeza. En la Navidad no solo celebramos y recordamos el acontecimiento de la Encarnación, sino que, con él, también celebramos la elevación suprema de nuestra naturaleza humana. Una desconcertante gesta del Altísimo.


[1] Ruiz, L. El don de Dios. Antropología teológica especial. 268.

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