Publicado

Kevin Vargas Arias, I Formando Pastores al Estilo de Jesús, Arquidiócesis de San José.

Uno de los temas centrales del Concilio Vaticano II es el de la vocación universal a la santidad. En efecto, en el capítulo V de la Constitución Dogmática Lumen Gentium se dice: “por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4)”[1]. Como se puede ver en esta cita, la santidad es un llamado a todo bautizado, independientemente de su estado de vida.

La santidad se piensa a veces como un mero ideal difícil de alcanzar por la inmensa mayoría de la gente. Se piensa que es como un fin propio de personas consagradas a Dios de una manera especial, o, incluso, como una realidad propia de siglos pasados. ¡Nada más fuera de la realidad! Y son los propios santos quienes nos muestran que la santidad sí es posible en nuestras vidas. Los santos son testigos fieles de que este llamado universal se puede alcanzar, por tanto, los santos son modelos y ejemplos. Así lo dijo el papa Benedicto XVI: “el luminoso ejemplo de los santos despierta en nosotros el gran deseo de ser como ellos, felices de vivir junto a Dios, en su Luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir en la cercanía de Dios, vivir en su familia, y ésta es la vocación de todos nosotros”. [2]

Para seguir reflexionado sobre este tema y poder “aterrizar” lo anteriormente dicho en una experiencia concreta de vida, propongo el testimonio de santa Teresa de los Andes, religiosa chilena perteneciente a las Carmelitas Descalzas de clausura. Dice la santa: “Creo que en el amor está la santidad. Quiero ser santa”[3], esta frase es relevante porque indica dos cosas que hemos de tener en cuenta: el amor y el deseo de santidad. En efecto, la santidad comienza por una disposición personal de seguir a Cristo (aunque sin olvidar que es gracia), por un deseo ardiente de amar a Dios y, además, la santidad es ante todo vivir en el amor. Y es que el amor y el deseo de santidad es propio a todos los estados de vida, sea religioso, sacerdotal o laical, ¡Todos estamos llamados al amor y a querer ser santos!

¿Y qué hizo esta joven chilena para ser santa? ¡Pues amar a Dios y al prójimo en su vida cotidiana! Así es, una joven que solo vivió durante 20 años, que pasó toda su vida prácticamente en dos lugares: su pueblo natal y el convento (solo estuvo 11 meses antes de morir por tifus) pero que en lo cotidiano de su vida tenía un deseo ardiente: ser santa, pero un deseo que no se quedó en una buena intención o en un propósito pasajero, sino que lo llevo a cabo, lo practicó, lo vivió, lo encarnó en cada acción.

Y tú, ¿quieres ser santo (a)? ¿Te animas?


[1] Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 39.

[2] Benedicto XVI., Homilía en la Misa de la Solemnidad de todos los santos. Noviembre, 2006.

[3] Santa Teresa de los Andes., Diario 30. Quiero servir a los demás, ser santa.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *