Juan Daniel Arguedas Navarro
Seminarista de Iniciando el Camino del Discípulado.
Soy Juan Daniel Arguedas Navarro, de la Diócesis de San Isidro, de una pequeña filial perteneciente a la Parroquia San Pedro Apóstol en Buenos Aires. Vengo de una familia poco practicante, pero al menos me motivaron a pedirle a Dios con fe, y me enseñaron frases como “Dios nos dice: “haz el esfuerzo que yo te ayudaré”” y “que Dios me lo haga un santico”. A pesar de ser ideas mínimas, Dios se vale de todo, y, aunadas a prácticas como el rezo del Santo Rosario y asistencia a la misa -eso sí, de manera bastante aislada-, el Señor supo tocar mi corazón gradualmente. Recuerdo que la primera vez que me encontré con la persona de Jesús fue orando con tan solo 8 años, me salió tan solo una lágrima, pero me impactó ese recuerdo.
Después de eso, fue hasta los 14 años que murió mi abuelo paterno, de quien me impactaba verlo salir de su cuarto, cuando lo visitaba, con el Rosario en la cabeza, sabiendo yo que se había levantado en la madrugada para rezarlo. Seguido de su muerte, inicié a despertarme antes de ir al colegio para rezar, todos los días. Poco a poco fui adentrándome más en la vida de la Iglesia, y comencé a servir en el 2014 como catequista en Tres Ríos. Posterior a ello, a causa de que a una señora la atropelló una moto, y ella se encontraba en el hospital, en una comunidad cercana a mi pueblo llamada Convento, se reunieron varias comunidades vecinas para celebrar una “liturgia” con ofrecimiento a su recuperación, y ese día yo hice la reflexión del Evangelio, teniendo tan solo 15 años.
A partir de ese momento, comencé a ser el delegado de la Palabra en esa comunidad y catequista en el 2015. Andaba haciendo oraciones en las casas con una tía, quien era la ministra de la comunión, y llevando la comunión a los ancianos. Un encuentro fuerte que tuve fue a mis 16 años, rezando con mi mamá y mis hermanos, el Cenáculo Familiar del Rosario. Sucedió que en el momento de la comunión espiritual, al final hay un espacio para las oraciones espontáneas, e invocando la presencia del Espíritu Santo se me bajó la cabeza lentamente y empecé a orar según el Espíritu me suscitaba. No sé qué pasó, ni por cuanto tiempo estuve orando, solo recuerdo que dije: “Pido paz para esta casa”. Por último, se me levantó la cabeza lentamente y sentí una paz y alegría inexplicables, a tal punto que cuando iba de camino hacia donde una tía, saltaba y agradecía a Dios por la experiencia.
A partir de este momento me quedó la convicción de que “Cristo vive”. En esta época sentía un amor grande por el Señor sin entender por qué ese amor era tan fuerte. Me apareció un vídeo que preguntaba: ¿por qué no ser sacerdote? Desde ahí me nació el deseo de ser sacerdote, por lo que al otro día me levanté temprano a orar, y cuando mi mamá se despertó le conté mi inquietud. Sin embargo, en mi etapa universitaria -desde mis 17 años hasta los 21- estuve alejado de la Iglesia, más el llamado al sacerdocio siguió estando presente. Fue en el 2020, cuando volvieron a abrir los templos, viviendo ahora en San Isidro de Pérez Zeledón, que el llamado reapareció más fuerte aún, por lo que empecé a ir a misa todos los días. Luego, serví ese año como proclamador, y, a finales, en la Pastoral Social.
Ingresé al Centro Vocacional Casa Santa María en el 2021 y este año 2022 ingresé al Introductorio. Dios se valió de todo para llamarme, a pesar de mi “no” en ese lapso, y hoy le agradezco por su infinito amor e infinita misericordia que ha permanecido siempre. Quiero encontrarme con Él cada día, y de ahí, discernir cuál es su voluntad, pues quiero hacerla. Tengo mucho por cambiar, soy un pecador, pero “pero la piedad cercará al que se confía al Señor” (Salmo 32,10b).