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Nuestra vocación a la vida eterna / Seminarista Christopher José Salas

Si hay una palabra que ha marcado el lenguaje colectivo los últimos meses más inusuales del siglo, a causa de la pandemia, ha sido la palabra Esperanza. Hemos repetido este término cientos de veces en conversaciones, publicaciones en redes sociales y hasta muchísimas marcas comerciales han compartido mensajes con el propósito de infundir fuerzas y luz en medio de momentos tan difíciles. Evidentemente, cuando atravesamos dificultades, instintivamente buscamos una luz que nos anime a seguir adelante y nos dé fuerzas para pensar que las cosas mejorarán. Es por esto, que el contexto que atravesamos no podría ser más propicio para que los cristianos nos detengamos un momento a reflexionar más profundamente sobre el hondo sentido de nuestra esperanza y pongamos la mirada más firme en aquello que esperamos.

El origen eterno de nuestra esperanza: El día que fuimos bautizados, nuestra Madre la Iglesia nos ¨parió¨ para la vida eterna, porque ¨por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que así como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva¨  El haber experimentado en nuestra propia carne, gracias al bautismo, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús, hemos sido llamados y capacitados por Dios para la vida que desde la eternidad Él deseó para nosotros sus hijos: que gocemos de su infinito amor en una perfecta relación con Él. C.S. Lewis, un famoso escritor cristiano, afirma que: ¨las experiencias más exquisitas de la vida, el placer estético, la intimidad sexual, la amistad profunda, siempre van acompañadas de una cierta tristeza, un cierto sentido de que tiene que haber algo más¨. Precisamente es ese hondo anhelo de gozar de la alegría celestial, la que nos hace caminar añorando la amistad perfecta con Dios. La buena noticia es que esta añoranza ya tiene su solución, a través de la Iglesia, Dios ya nos ha abierto las puertas del Cielo. Por esto, que el cristiano sabe y vive de manera que camina con los pies en la tierra, pero con la mirada en el Cielo, porque la muerte ha sido vencida por Jesús y esta es ahora solamente el paso de la vida mortal a la vida divina.

Todo con Cristo, nuestra esperanza: ¡Qué certeza tan extraordinaria! Realmente las circunstancias nunca podrán ser tan difíciles, como para que nuestra vocación a la vida eterna deje de llenarnos de la fuerza necesaria para seguir caminando de la mano de Jesús. Hemos sido creados por y para él, y en esto reside nuestra vocación fundamental, la vocación a la santidad que en el fondo es vivir conforme a la vida eterna que nos espera. Por eso, con o sin pandemia, con o sin dificultades, nada podrá acabar con la preciosa esperanza de los que creemos que seremos resucitados como Cristo, ya sin dolor ni pecado. Decía un poeta español sobre la esperanza cristiana: ¨¡Oh! Divino licor de la esperanza, donde a la perfección del equilibrio, llegan alma y materia en unidad como en la hostia cuerpo y luz de Cristo¨[1].

El motor es el amor: Solamente un fuego ardiente puede hacer que la locomotora de un tren viaje a grandes velocidades o que un gran globo aerostático ascienda al cielo. De la misma manera, solo un amor ardiente puede hace crecer en esperanza la vida de un católico discípulo de Jesús. La oración personal y comunitaria, la santa misa, los demás sacramentos y el amor al prójimo deben ser los pilares que alimenten nuestra vida. El amor que nos viene del Señor, es la fuerza que nos hace empezar a vivir desde ya, aquí en esta tierra, la gran alegría que nos espera en la eternidad, donde definitivamente, todo será amor en el verdadero amor que es nuestro Dios. Por esto, afirma San Pablo que el ¨amor no pasa nunca¨. De modo que cuando lleguemos a gozar del Cielo ¨desaparecerá la esperanza, pues nuestros deseos más profundos se habrán cumplido. Sin embargo, el amor perdurará¨.[2] Que el amor de Dios sea siempre nuestra mayor esperanza como bautizados, y que a su vez, esta misma esperanza nos inflame más del Divino amor.  


[1] Federico García Lorca. El canto de la miel. 

[2] Barron,R. Catolicismo. p. 156

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