Didier Josué Álvarez Jiménez, III Formando Discípulos Misioneros de Cristo, Diócesis de Puntarenas.
Ante una nueva situación que se afronta, que importante es experimentar seguridad, no la seguridad que estanca, sino aquella que moviliza con la confianza de sentirse protegido. El sentido de protección es expresión de la fragilidad y cuidado que se requiere; como un tesoro que se lleva en vasijas de barro (cf. 2 Cor 4, 7), requiere protección; así la vocación del cristiano necesita un ancla de seguridad. Jesús que no se deja ganar en generosidad se da a sí mismo como punto de referencia para el cuidado de la vocación; Jesús es el Buen Pastor, que encamina su existencia al punto de amar hasta el extremo con tal de cuidar -apacentar- a sus ovejas, esto expresa el evangelio de Juan: “Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas” (cf. Jn 10, 11).
En la historia vocacional de cualquier bautizado, muchas veces caben las interrogantes sobre ¿por qué Dios me ha llamado? ¿me ha buscado? ¿me ha amado? y ante ello, en su gran mayoría de veces la racionalidad se pone al servicio del don de la gratuidad, que, si no es explicado en el amor filial, no tiene lógica. Esto recuerda la primera imagen de la gran parábola de la misericordia en Lc 15: no parece haber lógica en dejar noventa y nueve ovejas para buscar solamente una, considerando el valor cuantitativo ¿quién haría eso? Solamente Jesús que ama filialmente y aquellos que participan de ese amor; testimonio de eso pueden dar unos padres que se trasnochan por semanas y aceptan incomodidades para cuidar en un hospital el don de una nueva vida que viene a su familia, eso tampoco se explica lógicamente, solo desde el amor entrañable. Es el amor el que explica el extremo de dar la vida, no la lógica del asalariado (cf. Jn 10, 12).
El amor es la fuente de la vocación, de donde se desprenden todas las acciones de la respuesta a esa llamada. Hallar a su amada hace a un hombre optar por formar una familia y viceversa; encontrar la fuente de amor ha puesto en camino a consagradas y consagrados a dedicar cada minuto por el Evangelio; redescubrir el amor expresado en los sacramentos ha motivado a fieles bautizados a volver al seno de la Iglesia; descubrir el amor de Dios me ha movilizado a querer dedicar mi vida a Él. Es el amor de aquel que no es asalariado, sino, propietario y pastor (cf. Jn 10, 12) el que moviliza toda vocación genuina.
El primer paso que necesita dar quien se siente llamado es dejarse amar por el llamante, permitirle al Buen Pastor que lo conozca y que lo llame por su nombre (cf. Jn 10, 14-16), porque con el nombre, Dios expresa la fuerza de la identidad, eso le bastó a Zaqueo para bajar y hospedarlo, tan solo al escuchar a Jesús pronunciar su nombre “se apresuró a bajar” (cf. Lc 19, 6), esa es la fuerza que tiene la voz del Buen Pastor, una voz imperativa, pero dulce, la dulzura del pastor que “recoge en brazos los corderitos y los lleva en su regazo” (cf. Is 40, 11).
¡Que dulce es escuchar la voz del Buen Pastor! Para un niño de brazos que se siente solo, no hay mejor tranquilizante que escuchar la voz de sus padres; para un enamorado no hay nada más dulce que la voz de su amada; así también para uno que es llamado por Dios desde la eternidad, no hay nada más sosegador y no hay mayor fuente de paz que volver a escuchar la voz de aquel que lo llamó. El amor es la fuente de la vocación, mismo que es razón de ser y línea de acción del Buen Pastor.