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Apertura total a la misericordia de Dios

Isaac Barrientos / Puntarenas

Es inevitable no pensar en el 19 de marzo (día de mí ordenación) sin emocionarme por el regalo de Dios de ser admitido al orden de los diáconos en la solemnidad de san José, en el año dedicado al Glorioso Patriarca San José, pero a la vez, es inevitable no sentirme necesitado de la gracia de Dios, ya que las responsabilidades que se derivan de tan gran vocación generan en mi interior un sano temor e incluso un nerviosismo por sentir incapacidad de no corresponder a tan gran llamado. Recuerdo que ingrese al seminario un 10 de febrero del 2013 y una de las frases que me marco fue del Padre José María Solís en el curso de orientación vocacional que decía: “Certeza de la vocación existe solo cuando a uno le impone las manos el obispo”. Hoy ocho años después y a pocos días de llegar a ese momento descubro que ciertamente certeza absoluta no ha existido (seria reducir la trascendencia de la vocación a un deseo puramente personal), aunque sí ha existido desde el inicio del llamado un corazón dispuesto y deseoso de abrirse a la gracia transformadora de Dios que nos capacita para realizar su obra en nosotros; por ello, muchas veces con las palabra de San Juan Pablo II, definí la vocación como un don, pero un don que debe ser acogido e irse construyendo día a día con una mirada clara de lo que significa la vocación sacerdotal y danto respuestas generosas de entrega y renuncias a aquello que no va conforme a dicho llamado, es poner nuestro cien por ciento con la confianza que Dios pone su cien por ciento.

Por ello, en medio de la alegría del llamado y ante la tentación de no sentir fuerzas para corresponder a tan sublime vocación, por mirar el ministerio desde mis fuerzas humana, es necesario  poder contemplar todo como fruto de la misericordia de Dios que me ha capacitado para la misión durante toda la formación inicial, por ello sería un error el pensar la ordenación como un momento puntual sino dentro de un gran mosaico donde se han ido uniendo muchísimas piezas desde hace muchos años atrás para poder dar este paso.

Consciente de ello, ahora empiezo a enfrentarme de lleno en la realidad de la praxis pastoral, donde las bases teológicas aprendidas en el seminario son fundamentales, pero es el espíritu santo el que de la virtud del discernimiento y la guía para tomar las mejores decisiones en el ejercicio pastoral, que Monseñor decidió que realizara en la parroquia Nuestra Señora del Carmen, en Miramar, lugar donde estuve mis últimos dos años como seminarista y del cual me ilusiona poder acercarme en tiempo completo para servir a una realidad que es hermosa y que estimula la respuesta, pero que es exige la entrega total a la misión evangelizadora del Señor.

Ciertamente el temor nunca desaparecerá, al pensar si poder cumplir con las promesas de ordenación, si podré desempeñar, con humildad y amor el ministerio en bien del pueblo cristiano, si tendré fe y coherencia (palabra y obra) para proclamar esta fe según el Evangelio y la tradición de la Iglesia, si observaré durante toda la vida el celibato, conservar y acrecentar el espíritu de oración, rendir respeto y obediencia a mi obispo, más aún imitar siempre el ejemplo de Cristo; todas estas grandes promesas que solo con el auxilio de Dios en Jesucristo, nuestro Salvador es posible poder asumirlas. 

En la respuesta vocacional ningún temor ha sido mayor que la certeza de saberme amado y llamado por Dios, certeza que me mueve día a día a poder responder al Señor. Hoy más que nunca descubro que Dios no ha tenido límites de edad, ni condición social o un perfil que estereotipado que deba cumplir para ser admitido al ministerio del orden, es solo necesito un corazón disponible, capaz de dejarse moldear, esa es mi suplica diaria.

Con la mirada puesta Jesús, Buen pastor, y bajo la intercesión del Glorioso Patriarca San José, me encamino a la ordenación diaconal consiente de las diferentes realidades y retos de mi diócesis y con gran ilusión de servir y confiarme en la misericordia de Dios para servir, para poder ejercer ante todo el servicio de la Palabra y la caridad. Le pido al buen Dios que un día inicio esta obra en mí, que sea el mismo que la lleve a buen término (Flp 1,6 ).

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