Publicado
Cristopher Salas Zuñiga.
Seminarista de I Formando Pastores al Estilo de Jesús.

Cuando miramos a nuestro alrededor con los ojos bien abiertos y contemplamos con profundidad todo lo que Dios ha creado, difícilmente nos negaríamos a decir como lo recuerda el libro del Génesis, que todo es bueno (Cfr. 1,31). De este modo, la belleza de todas las cosas creadas siempre nos resulta atractiva y hasta en algunos casos seductora. De hecho, en algunas ocasiones llegamos a tener un agrado muy profundo por las cosas materiales e incluso por las demás creaturas, tanto así, que a veces, caemos en el consumismo o en el apego irracional a las cosas.

Pero entonces surge aquí una pregunta que muchas veces ha sido mal contestada por cristianos de buena fe ¿Son malas las cosas, los objetos materiales e incluso los placeres que podemos disfrutar provenientes de la creación? Si hoy constatamos un creciente consumismo y dependencia de las cosas materiales, dígase: celular, computadora, televisor ¿Es porque entonces las cosas son malas? Quizás, sin pensarlo mucho y con buena intención, podríamos responder que sí. Que en efecto, las cosas son malas porque nos vuelven adictos. Que lo que podemos gozar y aprovechar de la naturaleza y sus placeres son malos porque nos hacen pecar o llegar a depender de ellos y por eso una vida santa debe estar apartada radicalmente de todo lo sensible y material y dedicarse únicamente a lo invisible y espiritual. Pero ¡Cuidado!

Si pensamos de este modo estaríamos haciendo una separación muy peligrosa entre materia y espíritu, entre alma y cuerpo, entre el Creador y su creación. El asunto resulta ser, que como nos lo recuerda un filósofo cristiano francés, Dios es tan creador de la materia como del espíritu, es decir, Dios es tan creador de los ángeles como de las cosas materiales y los gozos de este mundo. El problema principal que se nos presenta a los cristianos, es que terminamos amando más lo que Dios creó que a Dios mismo.

Nos quedamos con lo que Dios nos da, pero nos olvidamos de Él y su bondad, y entonces nosotros mismos nos convertimos en la causa del consumismo y el apego a lo material. Así, nos damos cuenta que las cosas no son malas en sí mismas, porque Dios las ha creado, somos nosotros los que rompemos la armonía con Dios y le damos una finalidad egoísta e idólatra a las cosas y la creación entera. Por ello, es necesario amar a Dios en las cosas, pero no las cosas.

Por tanto, nuestro camino de santificación no solo consiste en dedicarnos a lo que llamamos “las cosas de Dios”. El camino de la santidad también consiste claramente en amar a Dios tanto en los platos que hay que lavar, la tubería que hay que reparar o el bebé al que hay que cambiarle los pañales. Solamente de este modo, llegaremos a comprender que en las cosas materiales servidas y aprovechadas con amor, llegamos también a amar mucho a Dios.

 Porque ningún santo nació con alas de ángel, pero sí con dos pies y dos manos como usted y como yo. Por tanto, que nuestro camino al cielo también se vaya construyendo con la gracia de Dios, en medio de los afanes y las tareas cotidianas, porque lo material vivido con amor, con el amor que le corresponde exclusivamente a Él, es una segura y cotidiana vía para llegar a la morada celestial que nuestro Padre nos tiene.

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