Juan Manuel Arias Obando, IV Formando Pastores al Estilo de Jesús, Arquidiócesis de San José.
El Domingo anterior se narró un pasaje del evangelio que es particularmente hermoso: está Jesús junto a sus más cercanos discípulos, a saber, Pedro, Santiago y Juan. ¿Qué sucedió? Se los llevó a un monte, allí se transfiguró y “su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz” (Mt 17, 2). Y no solo eso, sino que se escuchó resonar una voz del cielo diciendo “este es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo” (Mt 17, 5).
¿Acaso estos acontecimientos que se nos narran quedaron en el pasado?
Ese mismo fin de semana se llevó a cabo un acontecimiento importante que, para los que fuimos testigos de ello, marcó una huella que llevaremos en lo profundo del corazón. En el Estadio Nacional, donde hace 40 años resonaba la voz de Juan Pablo II hablando a los jóvenes, nos congregamos en torno a una Persona que nos ha enamorado: Jesucristo de Nazareth. Allí no pocas congregaciones dieron a conocer su carisma, también los seminaristas que servimos en las distintas Pastorales Vocacionales, con camisas y gorras distintivas, nos acercábamos a los jóvenes (y a los no tan jóvenes también) regalando popis invitando a inquietarse por la vocación específica a la que están siendo llamados, pues todos estamos “llamados a vivir en plenitud”.
Mientras se acercaba las 6pm el corazón de las personas se emocionaba cada vez más, ya teníamos las gargantas dispuestas para alabar a la Persona que ha dado sentido a nuestra vida, a Aquel que nos impulsa a seguirle dejando detrás el “antiguo yo” y emprender un camino nuevo.
Si bien es cierto, los cantos disponían el corazón de cada persona, lo central no fueron estos, sino la presencia real de Jesús en la Eucaristía. En ese momento, cuando ingresó el Santísimo no teníamos más que hacer que arrodillarnos ante Él y continuar alabando.
Antes de ello, conversaba con un hermano seminarista y le decía “vea el cielo, está muy nublado”, luego con la invocación del Espíritu se vino un viento y luego volví los ojos hacia el cielo, ya no había nube alguna. “Oiga, vuélvalo a ver, ya el cielo se abrió”. A los pocos minutos ingresó el Santísimo Sacramento. ¿Coincidencia? No sé, pero el hecho de que esos acontecimientos sucedieran de forma coordinada fue muy curioso.
Al igual que en el Evangelio que escuchamos en la Santa Misa, allí resonó la voz de Dios, quienes fuimos testigos de ello no somos “privilegiados” excluyendo a los demás, sino que nosotros tenemos el deber de anunciar el mensaje que nos proclamaron “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9).
En esta cuaresma el cielo se abrió y somos testigos de la acción de Dios. El mundo sigue igual, pero el corazón que se encuentra con Cristo no puede ni quedarse igual ni guardarse ese momento para uno mismo. ¿Te animas a proclamar que Jesús nos quiere resucitar en la pascua que se aproxima?