Seminarista Brian Guerrero Ramírez,
I Formando Formando Discípulos Misioneros de Cristo.
Pascua para todo cristiano católico es la fiesta de la nueva creación, aquella que conmemora la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, piedra angular de nuestra Fe. Acontecimiento que mostró como es posible resurgir de la muerte y liberar al hombre de las ataduras del pecado. Pero previo a este trascendental acontecimiento, como creyentes debimos caminar por el desierto de la Cuaresma y contemplar a Jesús agonizante y muerto en la cruz.
Una vez recorrido este camino, se debe llegar hasta la Pascua de la misma manera que María Magdalena, es decir, descubrir la tumba vacía y encontrarse con Cristo resucitado. Este es un encuentro que nos debe cambiar la vida, el que debe motivar a dejar los vestidos y con ello las actitudes del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo para con ello recuperar nuestra dignidad.
Es en este tiempo de Pascua en donde debemos sentirnos renacidos, libres del mal y configurados con Cristo, sin embargo ¿verdaderamente ha resucitado Cristo dentro de mí? ¿pude recorrer el desierto cuaresmal con recta intención y con el compromiso de durante la pasión de Cristo de sufrir y morir por Él, para luego renacer con Él?, es posible que, si reflexionamos, la respuesta no sea tan alentadora.
Sin embargo, como se pone en boca de María Magdalena en el himno de la Secuencia que cantamos durante la Octava de Pascua “Resucitó de verás mi amor y mi esperanza” esperanza que, en conjunto con el inmenso amor del Señor, se traduce en una oferta siempre disponible, en una especie de cheque en blanco firmado para cuando decidamos de manera libremente dejar el Cristo resucite en nuestros corazones y transforme nuestras vidas.
Si dejamos suceder esto, acontece algo realmente nuevo, que cambia nuestra condición como persona y de nuestro mundo; le damos paso y lo dejamos estar al frente como la luz que nos marca el rumbo, disipa las tinieblas. Cuando dejamos al resucitado actuar en nuestras vidas, se convierte en el Cirio que ilumina nuestro templo, para que el Santo Espíritu se vuelva a posar dentro de este. Es dejar de pertenecer al pasado, para que configurados con el Señor transmitamos a los demás la alegría del resucitado.